lunes, 25 de enero de 2010

Escrits:

EL VIAJE HACIA EL RECUERDO


Que ruidoso y sucio me parecía aquel viaje tan largo.
Casi todo en aquel tren crujía y casi todo olía ofensivamente.
Habíamos salido un anochecer de la estación de Albacete un día a finales del mes de agosto de 1955. Yo dejando atrás los primeros años de mi infancia y mis padres gran parte de su vida. En casa quedaron mis abuelos y mi hermano mediano que tenía que acabar sus estudios.
Se suponía que debíamos dormir toda la noche, pero con las maderas crujiendo, el humo entrando por todas partes, los compañeros de cabina hablando, el revisor apareciendo casi cada hora y dos miembros de la benemérita con sus tricornios pidiendo la documentación en cada estación que parábamos, ¡quién podía!
Las horas pasaban lentamente y aburridas. Lo único que se podía observar por las ventanas eran parajes obscuros iluminados de vez en cuando por las luces de las poblaciones lejanas o próximas. Escasamente lo que me distraía eran los pensamientos sobre la razón de aquel viaje y sobre el destino al que íbamos.
Mi padre era maestro nacional. Cuando nuestra ciudad cayó en manos de las tropas de derechas, fue a parar al cajón de los olvidos como persona. Se le persiguió, se le encerró en un campo de concentración improvisado, la plaza de toros, se le interrogó, se le acusó y se le condenó. Aún no se porque razón se liberó de un exterminio sistemático de la tropas franquistas. Lo único que mi madre me contó es que cada día que se aproximaba a visitarlo, su corazón casi dejaba de latir pensando si lo hallaría con vida. En fin, que después de muchos años sin ejercer su más derecho primordial, dar clases, se le admitió nuevamente en el cuerpo magistral de los maestros, no sin estar condicionada su labor a tierras lejanas a sus orígenes. Íbamos a un pueblecito de la provincia de Tarragona. El como muchos otros de su época habían sufrido el impuesto destierro para los que estaban en zonas republicanas.
Entonces todas esas historias me sonaban extrañas.
Aquella era la razón por la cual viajábamos en aquel tren borreguero, llamado el sevillano, que por aquellos años era un tortuoso y largo recorrido hacia lo incógnito. Nuestro destino era Santa Oliva. Pueblo que su población escasamente pasaba de quinientos habitantes.
¿Cataluña? ¿Catalán?. Me preguntaba desconcertado y sin entender nada.
Seguía mirando hacia la nada. Como buscando algún punto de destino cercano. Pero las horas pasaban y todo seguía igual. Oscuro.
Más ruido, más crujidos, más habladurías, comida y bebida. Paradas eternas en estaciones de casi sin nombre, pero, sin tregua para poder realizar lo que en aquel momento era mi sueño, dormir.
El día anterior nuestra casa había sido como una obra teatral dramática, con una puesta en escena caótica. Mis abuelos lloraban entre maleta y maleta. Mis padres lloraban entre suspiros esperanzadores. Mi hermano mayor y yo corríamos pasillo arriba pasillo abajo como el que busca una razón de aquella situación tan sentimental. Hasta nuestra chacha, “La Francisca”, nos apretujaba contra su pecho, en un intento supongo, de demostrar su afecto aún más de lo que nos había entregado durante tantos años.
Tres maletas, dos colchones, varias bolsas con comida y unos billetes a un futuro desconocido y enigmático.
Los adultos durante todo el día comentaban que aquella noche podría ser interminable. Nosotros, los que íbamos a viajar con ellos, jugábamos.
Y el tren arrancaba y paraba.
Metí la mano en mi bolsillo y encontré uno de mis juguetes favoritos. Un anillo fosforescente con estrías. Lo saqué. Jugué a escondidas un rato con aquello, hasta que alguien apagó la luz del compartimiento, y entonces ¡relució!. Mi padre, alargando la mano hacia mi me lo arrebató enfadado y me preguntó de donde lo había sacado. “Del suelo de vuestra habitación”, le respondí, no sin cierto temor.
Años más tarde supe que aquel anillo era un cierto sujeta condones.
El tren seguía y de vez en cuando emitía pitidos agonizantes producidos por el vapor de la caldera, soplaba dolorososamente y echaba más humo.
Yo, sin dormir, a oscuras y con el único ruido próximo de un anciano roncando. Los otros ruidos ya nos los oía.
Mi madre y mi hermano dormían. Cerré los ojos durante unos segundos y cuando los abrí mi padre no estaba. A través de los cristales empañados de la puerta lo vi. Estaba apoyado en una de las ventanas del pasillo y fumando. Tenía también la mirada lejana.
Salí y me quede a su lado aspirando el humo que desprendía de su boca.
¿Qué debía estar pensando?
Me devolvió el anillo y se le escapo una sonrisa cómplice. “ No le digas a tu madre que tienes eso”, me dijo. Y siguió fumando, como la máquina, pensaba yo para mis adentros.
Mi abuelo, músico, compositor y profesor, también fumaba. Jugaba al domino todas las tardes en el Ateneo con sus íntimos. A veces me llevaba y yo me pasaba horas contemplando los escupideros de porcelana esparcidos por varios rincones y en observar la puntería de aquellos que solían usarlos.
Algunos días aparecían unas monjas que recogían todas aquellas colillas que aún no estaban apuradas para hacer picadillo para sus pobres ancianos.
Mi abuela siempre había sido ama de casa.
¿Qué estarían haciendo? ¿Dormirían ellos?
El tren seguía. Entramos en el compartimiento. Era setiembre pero ya hacia frío. Talvez el frío del desconocimiento de lo que nunca parecía llegar. El anciano seguía roncando.
Limpié el vaho del cristal y me quedé mirando fijamente a un punto desconocido. Me pareció allá lejos, en el horizonte, ver un amago de luz. Lo era. El alba enseñaba su resplandor tenue por encima del mar.
¡El mar!, exclamé. Hacia mucho que no lo contemplaba.
Los ojos se me cerraban pero el ruido metálico del tren pasando sobre un puente me desveló. No se porque, cruzando aquel río a semioscuras, me dio la sensación de estar en otro país.
Pronto comprendí que algo había cambiado. El tren se paró y la gente que invadía los pasillos hablaba en otro idioma. Si, estaba en otro país.
El tren reemprendió su lenta y agoniosa marcha. Las luces artificiales empezaban a extinguirse. Ya casi era de día y mis ojos empezaron a contemplar los colores del paisaje. Casi todos ya estaban despiertos menos el anciano que, aunque no roncaba, seguía inmerso en sus sueños.
Teníamos nueva compañía. Una pareja que hablaban catalán todo el tiempo y que yo los contemplaba atónito y sin entender nada.
Desayunamos los últimos trozos de pan que quedaban con algo parecido a manteca blanca de cerdo y bebimos las últimas gotas de agua.
El tren se paró de nuevo. Estábamos en Tarragona. Mi padre bajó del tren y yo me quede muy preocupado. “Tranquilo”. Dijo mi madre. “Ha ido a buscar algo de bebida y algunos caramelos”, puntualizó. Me sentí mejor.
El tren se puso en marcha de nuevo. A la salida de la ciudad vimos un gran teatro romano, según me dijo mi padre, del que casi no quedaba nada.
Mar y más mar. Era como nuestro inseparable compañero de viaje. Mis ojos se deslizaban sobre el con suavidad y así me quedé tiempo incalculable, tratando de encontrar explicaciones a todo lo que me envolvía.
Me estaba acordando que mi abuelo la tarde anterior nos había estado dando una lección magistral de geografía. Nos contó por donde pasaríamos utilizando un mapa y la ruta que seguía el ferrocarril hasta llegar a nuestro destino. No mencionó el mar en ningún momento. ¿Sería porque el pertenecía a las planicies manchegas y de alguna manera era su mar?.
Paramos en una estación donde debíamos cambiar de tren. Maletas, colchones, nosotros, todo. Aquel era más viejo y más lento. El nuestro siguió su camino, según me dijeron, hacia Barcelona.
Después de un corto trayecto el gusano metálico, así los llamaba yo, paró y nos bajamos. Estábamos en El Vendrell. No se veía el mar. Allí nos quedamos en aquel viejo andén sentados sobre las maletas, rodeados de trastos y esperando que algo ocurriera.
Mi padre se alejó y se dirigió a un anciano en la otra punta del andén. Vinieron, y sin palabras, nos hizo señas para seguirle. Salimos de la estación y nos mostró su sistema de transporte. ¡Un carro!.¡Con caballo y todo!,me exaltó mi interior.
Cargamos colchones, maletas, bolsas y a nosotros mismos y lentamente salimos de aquella población. Ya en las afueras, el caballo empezó tímidamente a trotar por una carretera estrecha rodeada de olivos. El hombre, sentado en la parte delantera, se giraba de vez en cuando y nos sonreía. “Saven, aquí a catalunya els catellans no són gaire ben vistos”, dijo. ¿Qué dijo?. No entendí entonces, pero no tardé muchos días en acordarme de la frase y comprenderla. ¿Qué pensarían mis padres de lo que dijo?. Mi padre sonreía. La cara de mi madre dibujaba, con expresión triste, un interrogante.
Tenían caracteres antagónicos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario